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Concentraciones y eventos => FOTOS de Concentraciones y salidas pasadas => Mensaje iniciado por: manolo64 en Diciembre 04, 2025, 13:28:19

Título: LA COSTA AMALFITANA EN MX5
Publicado por: manolo64 en Diciembre 04, 2025, 13:28:19
Queridos amigos del RSC:

En primer lugar quiero pediros perdón por mi ausencia durante tantos meses, después de el relato que sobre nuestros preparativos para el viaje a la costa Amalfitana a mediados de Junio, pero se ha debido a un grave problema de salud que me ha llevado a pasar por el quirofano, todavía no tengo el alta médica y tampoco he comenzado la rehabilitación, pero estoy en deuda. Prometí que os contaría nuestro periplo por tierras italianas y lo prometido es deuda. Así que voy a comenzar:

Hay viajes que se planean con mapas, horarios y guías turísticas; y hay otros que nacen de un anhelo más profundo: el deseo de perderse, de saborear belleza sin prisas, de dejarse llevar por el ritmo de la carretera. Este sin duda era el viaje ideal, la Costa Amalfitana. La carretera nos abrazó con sus curvas drmáticas, el sol nos acarició con esa calidez del Tirreno que parece prometer eternos veranos y los pueblos nos recibieron con su hospitalidad discreta, con su ritmo antiguo, con su arte de disfrutar lo pequeño. Aprendimos a movernos despacio, a saborear cada comida con un ritmo y a mirar al mar si apuro.

En todos los viajes, inevitablemente, acabamos olvidando. Se desdibujan los sitios visitados, se difuiminan los recorridos, los paisajes, los pequeños detalles, las comidas…, incluso los nombres de las ñpoblaciones por las que transitamos o nos detuvimos, aunque solo fuera un instante. En los últimos viajes los Mari Cruz y yo habíamos sentido esa carencia: la de no recordar con precisión los momentos vividos. Así que compramos una libreta que Mari Cruz se encargó de ir llenando nombres, lugares, sensaciones, horarios, detalles mínimos. Todo aquello que más adelante pudiera ayudarnos a revivir, palabra a palabra, lo que el tiempo inevitablmente nos hará olvidar. Porque lo que está escrito no se pierde.

De la primera parte por carreteras españolas desde Valencia a Barcelona, po no alargar el relato, no voy a contar nada.  Llegamos a Barcelona sobre las 9 de la noche para tomar el ferry de Grimaldi que nos llevaría a Civitavecchia. Serían 22 horas de singladura con escala de cuatro horas en Cerdeña. El viaje comodo, el camarote compacto, acogedor. A la izquierda, el armario empotrado, con un tamaño justo. Dos camas impecables con colchas marrones y almohadones blancos, separadas por una mesilla, dos pequeñas lamparas de led sobre cada una de las camas y una gran ventana rectangular.

El barco, que iba lleno,  tenía piscina, discoteca, varias cafeterias dos restaurantes, uno de carta y otro de bufet, que es el que utilizamos. La comida era italiana, claro. Todo apetecible, bien presentado, pero sin florituras. Buena comida, sencilla, honesta. Hecha con ese toque que no pretende impresionar sino alimentar.

Nos despertamos a las 5:45, guiados por esa intuición que a veces tienen los cuerpos para saber que algo extraordinario va a suceder. Subimos a cubierta. El murmullo del barco al golpear las olas era casi hipnotico. La bruma lo cubría todo, como si el mundo aun estuviese soñando. El mar era un espejo denso, apenas roto plor la estela del barco, y el cielo, todavía sin forma, empezaba a pintarse con una increible gama  de colores naranjas. No era solo un tono, era una sinfonía: mandarina, melocotón, ambar, albaricoque, oro viejo. Todo mutaba a cada segundo, como si el cielo respirase y con cada exhalacion cambiara su piel. Fue un momento mágico.
Pasamos el día en la piscina, en la cafeteria y recorriendo el barco. Al final tenía que ocurrir, amme quemé y cogí un color de langosta cocida, con el que al principio bromeaba, pero que luego el escocor ya no tenía gracia.

El barco llegó con retraso. Debíamos de haber llegado a las diez de la noche y poco más tarde nosotros a nuestro primer hotel en Tarqunia, una pequeña localidad próxima a Roma. Tras un primer mensaje del hotel reclamando nuestra presencia llegó un segundo y tras este el final  en el que muy amable la recepcionista, Francesca, nos pedía los DNI por Wasap para hacer el chek-in y instrucciones para recoger la llave.

Por fín a las 12 de la noche nos dieron permiso para bajar a la cochera del barco y acomodarnos en nuestro coche. A las 12:30 salíamos del puerto y enfilamos la carretera
rumbo a Tarquinia. A la una llegamos al hotel ¡sin perdernos!. El  hotel estaba en una urbanización de chalets y unifamiliares. Muy bien ubicado.

La habitación comodísima, amplia, con detalles elegantes, un baño impecable. El bufet del desayuno, amplio, abiundante, lleno de colores y aromas que abren el apetito.  El precio más que razonable, casi generoso para el confort y la calidad recibida.

Después de desayunar nos esperaban kilometros de carreteras y paisajes por descubrir.

En este viaje he podido comprobar que la forma de conducir de los italianos tiene fama -y es verdad- de ser enérgica, impulsiva y altamente contextual, es decir adaptable a cada momento y estado de la circulación, aunque he podido comprobar que varía bastante según la región. La verdad es que, si piensas que sabes conducir porque lo haces rápido, espera a enfrentarte al tráfico italiano.

Allí no conduces… sobrevives con estilo. Para un italiano, el límite de velocidad es relativo. Es como la fecha de caducidad del yogur: una sugerencia educada. En cuanto encienden el motor entra en acción “el modo Formula 1 con capuccino”. El claxón es el idioma oficial a la hora de conducir, se usa para quejarse, para  dar los buenos días al Vesubio. El claxón se usa más que el intermitente, que para muchos es un adorno que viene de fábrica. Y el retrovisor se mira lo justo: mirar atrás es de cobardes.

¿Y las rotondas? he descubierto que son las grandes metaforas de la vida italiana y que funciponan con una ley no escrita. Las reglas son simples: Entra, sobrevive y sal como puedas. ¡El que duda pierde! Sin normas. Y sin normas hay fe. Fe en que los otros sabrán esquivarte.

¡Ah! ¡Y eso no es todo! Estan los ninjas del asfalto. Los “motorinos”, los scooters (Vespas Piaggios y demás fauna urbana), son como mosquitos con ruedas: aparecen de la nada, zumban entre coches y siempre van con prisa a alguna parte… aunque sea al bar del pueblo a tomar un espresso. Yo vi a uno adelantarnos por la derecha mientras saludaba con un cigarrillo encendido en la mano porque le gustaba nuestro coche y una bolsa de pan en la otra. Es más juraría que silbaba “Volare”.

En fin, Italia te obliga a rendirte a su ritmo. Y cuando lo haces -cuando dejas de resistirte y te unes a esa danza imprevisible de motores, manos alzadas y sonidos de claxon entonces, y solo entonces, el país se abre como un libro de fábulas desordenadas.

Día 15

Bueno volviendo a lo que llevamos entre manos, que ya nos espera nuestro pequeño amigo, compacto, brillante dispuesto a llevarnos donde se nos ocurriera. Emprendimos viaje, claro está descapotados,  a la nueve de la mañana hacia Praiano nuestra residencia durantes los próximos siete días. Nos golpeo la realidad. No el tráfico, no una Vespa indomable, no el tráfico. El calor, ñpues esos días vivimos la primera hola de calor del verano.

Al final del relato os facilitaré el itinerario, restaurantes y contactos del viaje.

El viaje hasta Praiano, claro está lo hicimos  por carretera general,  la SS1-Via Aurelia, la antigua via romana que aún hoy une la costa tirrena. El tráfico es ligero, y la conducción se vuelve casi meditativa mientras el paisaje pasa entre campos de trigo, viñedos y retazos de mar.

A medida que nos acercamos a la zona de Santa Marinella, la vegetación se vuelve más mediterranea, con pinos recortando el cielo y el aroma salino impregna el aire.

Roma queda a nuestra izquierda, invisible. Seguimos hacia el sur y la carretera se alarga y el ritmo se estabiliza. Atravesamos sin prisa el cinturon de la ciudad. A medida que descendíamos hacia la costa, el aire se volvia más claro, más ligero y el verde de los campos se mezclaba con el reflejo distante del mar.

Al llegar a Sperlonga, el blanco del pueblo nos deslumbró. El sol lo envolvía todo y las casas, como espuma petrificada, se amontonaban sobre la colikna que caía hacia el mar. Decidimos empezar la visita por la Villa de Tiberio. Pero estaba cerrada. Una verja oxidada y un cartel improvisado nos lo confirmaron “Temporalmente Choiuso per labori”.

Fue entonces cuando, sin necesidad de hablarlo, entendimos algo. Que el viaje no podía depender de un programa, que no queríamos seguir un plan trazado de ante mano y que me había llevado meses preparar.

¡A la aventura!

Dimos un paseo por Sperlonga con la ayuda de nuestro amigos, esta vez capotados, pues hacían 34 grados. Volvimos después a la carretera y proseguimos el viaje. Cuando se acercaba el medio día la luz del sol comenzaba a aplastar los paisajes, y el coche se deslizaba por una costa que parecía repetirse, kilómetro, tras kilómetro: curvas suaves, matas de hinojo silvestre, alguna que otra playa escondida más allá de los matorrales.

Se acercaba la hora de comer y Mari Cruz anotó en su libreta:

“Estamos pasando unos momentos de estrés porque a Manolo le ha entrado un hambre voraz -palabras textuales- . Cree que no vamos a encontrar ningún sitio para comer”.
Y tenía razón, pero en lo de que mi humor se estaba tornando frágil. Y es que el estomago empezaba a imponer su dictadura y cada curva que no terminaba en una trattoria me parecía un castigo. Hasta que, de pronto, apareció. A la salida de un pueblito costero sin nombre memorable, entre una cuva y una casa color albaricoque, vimos un cartel casi escondido: Ristorante - Cucina di mare. No había coches, ni turistas, solo un toldo desteñido y algunas mesas debajo de una parra. Paramos enseguida como quien se agarra a un salvavidas.

Mari Cruz escribió:

“ Hemos parado en un restaurante de carretera a la salida de un pueblito costero. Hemos pedido una Ensalada de Salazones, Antipasto di Mar y de segundo Spaghetti con Almejas. De postre, Manolo, Tiramisú, yo Macedonia de Frutas y dos Cafés. Buenísimo y barato”.

Comimos como si nos lo deberíamos desde hacía años. No fue una parada prevista. Fue mejor: fue un alto en el camino que se volvió en uno de los mejores recuerdos del día.

Y todo quedó escrito. Por suerte.

Despues de comer cogimos la SS/ Via Apia, en paralelo a la Autopista del Sole, una carretera general con más contacto humano, vendedores de sandías a pie de carretera, camiones lentos, talleres con toldos a rayas.

Decidimos evitar el paso por Nápoles, desviándonos hacia el este por la SS268, la carretera vesubiana. Amedida que avanzabamos apareció el Vesubio lentamente en el horizonte, con su forma inconfundible. El tráfico era denso en algunos tramos y por fin al salir de un tunel el cráter se mostró entero, recortado contra un cielo azul eléctrico, con algunas nubes bajas girando alrededor. Bajamos la velocidad para poder contemplar al coloso.

Apareció el cartel de POmpeya y a pesar de las recomendaciones decidimos dejarlo para otro día, pues no en valde hacían 37 grados. Asi pues Pompeya que dó atrás a la izquierda, apenas a unos kilómetros.  Cruzamos la zona industrial de Torre Annunziata y continuamos por la SS145, más cerca de la costa ahora, bordeando la base del Vesubio en su vertiente meridional. El tráfico se volvió más imprevisible, más napolitano: adelantamientos más osados, motos zigzagueando y el  sonido de los claxon como idioma universal.

A la altura de Castellammare di Stabia, empezaba allí la parte más lenta del trayecto: curvas cerradas, pendientes, vistas vertiginosas sobre el Golfo de Nápoles. La carretera subía entre terrazas de limoneros, cortinas de buganvullas y muretes de piedra oscura.

Entramos en la península sorrentina por Vico Equense, con sus acantilados verticales y hoteles colgados del abismo. Tras una serie de curvas y tuneles breves, Sorrento apareció extendida sobre su terraza natural, suspendida entre el mar y el  cielo. Era justo a media tardes. Eran sobre las 5 y la ciudad bullía llena de turistas con sandalias y helado en mano, de locales que volvían de la playa con la piel dorada. El tráfico era espeso, hasta el punto que había momentos que parecía que todos los coches de la Campania habían decidido concentrarse en aquella curva sobre el mar.

El viaje había sido largo y hermoso y ya empezaba a pesar en los hombros. Pero sabíamos que Sorrento era el umbral, el penúltimo escalón. Entonces enfilamos una carretera muy estrecha que se abrazaba al acantilado, curvas que se retorcían y esa sensación de estar llegando a un lugar que no era solo un destinoen el mapa, sino una promesa. Praiano nos esperaba más allá del caos.

Apenas salimos de la ciudad comenzamos la última parte del trayecto: la legendaria carretera costera que nos llevaría hasta Praiano.

Al principio, parecia pintoresco:  La via se estiraba sobre los acantilados como una cinta estrecha de asfalto, franqueada por buganvillas en flor, muros de piedra, casas colgando del vacio y el tirreno alla abajo.  Pero pronto nos dimos cuenta de que no estabamos solos.

Un autobus aparecio de frente en la primera curva cerrada, ocupando mas de la mitad del carril.  Tuve que frenar en seco.  El conductor, imperturbable, ni siquiera levanto la mirada, y detras de el venía otro, y luego un coche, y dos motorinos que se colaron entre ambos, como si estuvieran en una partida de videojuego.

La carretera era angosta, sin arcenes, sin margen para errores.  Cada curva era ciega, cada tunel parecía mas estrecho que el anterior.  Italianos al volante de Fiat Panda, Alfa Romeo, incluso alguna vespa con tres pasajeros y una bolsa de playa, todos conducían con una confianza que bordeaba el delirio.  Se lenzaban a los adelantamientos en tramos donde yo apenas tenía espacio para respirar.  Nos pitaban si frenábamos antes de una curva, nos adelantaban con gestos de fastidio si dejabamos pasar a un autobus en una zona sin visibilidad.  Todo era como si formaras parte de una pelìcula.

Sin embargo, la vista era tan hermosa que dolía:  Villas colgado del abismo, limoneros en terrazas imposibles, el mar reluciendo como una lámina viva de mercurio.  Pero no había tiempo para contemplar.  Cada curva era un examen.  En algunos tramos, los muros de piedra rascaban los retrovisores; en otros, solo una barandilla desvencijada separaba el asfalto del vacio.

Ya al final de la tarde fué cuando vimos el cartel:  Praiano.  Fué como llegar a una meta sin haber corrido una carrera.  El navegador del coche nos adentro por sus callejuelas serpenteantes ya sin la presión del trafico.  Aquí todo parecía más lento, como si el pueblo supiera que quien llega hasta el ya ha sobrevivido a la prueba.

Bajamos por la empinada Via Umberto I. allí a media calle estaba el hotel Holiday.  Era un hotel íntimo pero cuidado.  Al atravesar el umbral nos recibio una amáble recepcionista que nos entrego las llaves sonriendo con esa mezcla de familiaridad italiana y profesionalidad pulida.

Bajamos dos pisos y abrimos la puerta de nuestra habitación, todo estaba dispuesto para sorprender:  Una habitación amplia con cama grande, un baño amplio, minibar, aire acondicionado, como no televisor, y -parami, el gran lujo- una terraza que se asomaba directamente al tirreno.  Unas vistas en las que el mar extendía su manto azul sin fin, con las ciudades de Amalfi y Positano pintadas a lo lejos.

En la recepción podían gestionarse taxis y autobuses hacia Positano, Amalfi y el resto de los pueblos de la costa.  Aunque nosotros preferimos hacer nuestros desplazamientos -a pesar del trafico- en nuestro pequeño roadster.

Despues de descansar y ducharnos nos vestimos de acuerdo con la ocasión y salimos a cenar, no sin antes pedir una recomentación en recepción.  Acordaos que en mi primer relato os  contaba que durante el viaje  celebraríamos nuestros primeros treinta y cuatro años de matrimonio.  Hoy era el  día 15 de Junio.

Nos recomendaron el restaurante La Moressa.  Estaba muy cerca del hotel, a escasos diez minutos.  La cena fué excelente, aunque dadas las circunstancias no os voy a contar los detalles.  Solo os diré que el postre fué Delicia de Limon. 

Y así acabó nuestro primer día en Praiano.

Día 16:

Como os he dicho al principio de este relato, lo  teníamos todo planificado con meses de antelación, pero tras el primer tropiezo del viaje decidimos romper el programa e ir a la aventura.

La verdad es que a mí, la idea de no tener un programa prefijado me estresa, me encoje el estómago.  Pero a Mari Cruz, un espacio sin estructura le da alas. Y cuando sonrie ¿como decir que no?.

Así que nada de horarios.  Nada de correr.  Nada de mirar el reloj.  Decidimos subir a nuestro pequeño descapotable y dejarnos llevar por la carretera. Así arrancamos nuestro primer día en la Costa Amalfitana. Nos echamos a la carretera, pero aún habíamos recorrido unos pocos kilómetros nos encontramos con Marina di Praia. Una cala recogida  entre acantilados, con agua transparente y barquitas que se balanceaban suavemente como si flotaran en gelatina. No había multitudes, ni ruinas romanas, ni columnas, ni mosaicos… pero había algo mucho mejor: tiempo para nosotros.

Yo, que había salido esa mañana con un programa hora por hora, acabé con los pies en el agua, el reloj guardado en la mochila y una sonrisa que, debo de admitir,, tenía mucho de alivio.

Se hizo la hora de comer. Caminamos solo unos pasos y nos sentamos en una de las mesas del restaurante Gala Maris. El restaurante, sencillo y auténtico nos ofreció un almuerzo como los que se recuerdan años después: comida local, sin pretensipones, pero cocinada con alma y con el sabor del limón presente en cada uno de los platos. No olvidemos que la Amalfitana es tierra de limones.

Al final de la tarde regresamos al hotel, nos duchamos, nos arreglamos y salim os a visitar Praiano.

El pueblo se extiende por la ladera, blanco y silencioso, suspendido entrecielo y mar. Es pequeño, así que no tiene la agitación de  Positano ni la solemnidad de Amalfi. Praiano es sereno, casi secreto, hecho de calles que suben y bajan entre muros encalados, buganvillas y calinatas escondidas. Caminamos sin rumbo fijo dejándonos llevar. A cada vuelta de esquina una postal. Las casas, como nidos, se asomaban a terrazas abiertas al infinito. Desde lo alto, el mar parecía un tapiz azul sin costuras, y en el horizonte Capri se recortaba como una promesa lejana.

Era la hora de cenar y bajamos con el coche hasta el restaurante Il Pino, otro de los recomendados. Aparcar, toda una aventura. En Praiano no hay ni sitio ni parking. Tienes que aparcar en la mismisima carretera, con medio coche sobre el asfalto y el otro medio haciendo equilibrios sobre la cuneta.

El restaurante IL PINO nos recibió con una vista abierta al mar que parecía un cuadro pintado a mano. Pedimos una botella de vino local y nos entregamos al menú, un desfile de sabores locales servidos con gracia: Fiori d Zucca Rellenos, Linguine Alle Vongole, un Fileto di Pesce en Costra de Limone y de postre una Delizia al Limone. Excepcional.

Y fue entonces cuando entre plato y plato apareció Antonio.

Camarero ya de edad muy avanzada, de movimientos vivos y mirada chispeante. Antonio tenía el alma de un barítono encerrada en un cuerpo que see negaba a jubilarse. Sin previo aviso, con una servilleta al cuello como si fuera una capa, se plantó en medio del comedor y empezó su “show”: Signori e Signore, questa canzone va per la signora bella dei tavolo sei”

Y entonces rompió a cantar . ¡Y como cantaba! Una vos grave, redonda, con vibrato de plaza mayor y gesto de teatro romano. Iba de mesa en mesa, dedicando una canción a cada mujer.

Todos los comensales estabamos entre carcajadas y ovaciones. Hasta el cocinero sacó la cabeza de la cocina para aplaudir uno de los agudos, no se sabe si por admiración o porque quería asegurarse de que Antonio no se desmayara.

Así finalizó el día, con el corazón feliz, el estomago lleno y la certeza de que viajar es, sobre todo: encontrar personas que te hagan reir cuando menos lo esperas.



Día 17:
 
Abandonamos praiano con los primeros brillos sobre el Tirreno, sin rumbo fijo, pero con ganas de explorar. Así que pusimos rumbo a los pequeños pueblos que trepan y se desparraman por los montes.

El primero en recibirnos fue Ravello. Subimos la empinada carretera con el corazón un poco en vilos -como se conduce siempre en la Costa Amalfitana- y al llegar a las puertas del del casco histórico nos topamos  con un agente municipal de expresión curtida y gestos amplios. Nos hizo dar la vuelta sin permitirnos réplica: había mercado y ni una sóla plaza para aparcar.

Mientras intentabamos entender sus indicaciones -gritos y manotazos más que palabras- presenciamos una escena que nos hizo reir largo rato: una señora habia aparcado mal su Fiat Panda, y un pòlicia gordo, conn el pantalón subido más allá del ombligo, gesticulaba y vociferaba como si  estuviera en pleno rodajes de una película de Toto. El coche, la señora, el policia… todos parecían salidos de otra época.

Algo decepcionados pero entretenidos, totmamos el desvio hacia Scala, Entramos al pueblo y en plena plaza, apareció un hombre montado en un mulo, con otro atado del ramal. Caminaba con una normalidad que desafiaba cualquier modernidad, saludando con la cabeza a los pocos que nos cruzabamos en su paso. No era un espectaculo para turistas, era, simplemente, su día a día.

Y mientras intentábamos absorber aquella escena de otros tiempos, nosostros, tan modernos, casi perdemos el coche. Li habíamos aparcado junto a la plaza sin pagar el ticket, no por rebeldes, sino porque no encontramos la dichosa máquina. De pronto vimos la grua municipal doblar la esquina. Corrimos -yo con una mezcla de culpa y determinación, ella riendo sin parar- y conseguimos evitar el desastre, sin decir nada a los operarios, ni al agente que se aproximaba, ante su mirada atónita, montamos en el coche y salimos huyendo.

De ahí bajamos a Vietri sul Mare, entre ceramicas de colores que estallan en los muros. Después nos dejamos deslizar por la costa hasta Amalfi, con sus turistas, su catedral que parece un teatro, y ese olor a limón y mar. Llegamos a Minori, otro pequeño pueblo que nos sedujo con su alma doméstica. Unos kilómetros más y llegamos a Maiori, que fue donde finalmente nos detuvimos a comer.

Encontramos un trattoria a pie de playa. Comimos ensalada de tomate  con albahaca y  pescado fresco y  pan caliente. Pasamos la tarde en Maiori, tomando el sol, paseando por la playa y disfrutando de la brisa del mar.

Al caer la tarde, con el sol bajando tras las lomas, llegamos a nuestro hotel. Cuando regresamos a Praiano no habíamos cumplido el programa, otra vez, pero llegamos al hotel con la certeza de que lo más hermosos no se planea.

Me senté en la terraza, fiel a mi instinto de organización, con el móvil, a preparar nuestra visita soñada a la isla de Capri del día siguiente. Más que una excursión era una promesa. Reservé los billetes repasé horarios, confirmé el embarque desde Positano. Todo encajaba.

Con la logística resuelta y el cuerpo desperezado por la ducha, de nuevo nos montamos en nuestro MX5 y bajamos a cenar a Positano, con la misión añadida de de conocer el punto de partida de nuestro próximo viaje. La carretera, estrecha. Una cinta de asfalto de curvas y contracurvas enlazadas. Once kilometros, tan estrechos como bellos, en los que en un punto concreto no cabían dos coches y para regular el paso había un semaforo.

Llegamos a Positanos y aparcamos en el Parking Mandara, pues es imposible rodar por el casco urbano por la dimensión de las calles. Caminamos en silencio descendiendo por las escaleras estrecha que huelen a buganvilla y sal.

La noche en Positano tiene algo de hechizo. Hay un rumor constante de pasos, copas, risas lejanas, pero al mismo tiempo una serenidad que envuelve, como si el pueblo respetara el descanso de sus montañas. Nos paramos a cenar en una braseria Hoima Brasserie. M oderno, sin estridencias, elegante sin ostentación. Nos sentamos en la terraza desde que se veía las luces reflejadas en el mar y la calle principal llena de tiendas y luces fulgurantes. Una cena perfecta. con un menú para recordar.

Cuando salimos el aire era tibio y el cielo estaba estrellado. Regresamos al hotel.

DIA 18:

Amaneció encapotado. Bajamos a desayunar y poco a poco, las nubes se fueron cargando de una electricidad visible. El mar empezó a agitarse con furia contenida. La lluvia llegó con furia contenida. No fue una llovizna de verano. Fue un chaparrón torrencial, acompañado de truenos que hacían temblar los cristales del comedor  y relámpagos que hendían el cielo. Desde la ventana, allá abajo,  vimos al mar convertido en una masa caótica que golpeaba las rocas con una cadencia, primitiva.

Nos miramos. Lo de Capri ya no tenía sentido. Le dije a Mari Cruz que no quería acabar siendo titular del periódico: “Un ferry turístico zozobra en aguas del Tirreno”. ¡No hay viaje a Capri!.

Cuando el temporal comenzó a ceder, nos montamos en el coche, ¡no ibamos a perder un día en el hotel! y nos fuimos a Sorrento. El aire olía a tierra mojada. La carretera entre Praiano y Sorrento es una cinta estrecha que serpentea entre el abismo y la montaña. Conduje despacio. No había prisa. Cada curva era una escena: muros de piedra cubiertos de buganvillas, casas blancas aferradas a la ladera, motorinos que nos adelantaban sin preocupación y siempre al fondo el mar.

Sorrento es la ciudad más grande de la Amalfitana y receptora de cruceros. Es una ciudad mezcla de elegancia antigua y vida cotidiana. Todavía llovía de forma intermitente. Recorrimos en coche la Vía Capo hasta un mirador desde donde se veía toda la bahía de Nápoles, el Vesubio muy al fondo, coronado de nubes y los jardines colgantes sobre los acantilados, donde los limoneros crecen.

Continuamos nuestra visita y aparcamos juanto a una iglesia, creo que era la del Carmine, de fachada ocre y un campanario discreto.

Después de pasear un rato por Sorrento, decidimos regresar a Praiano. La carretera era la misma, y sin embargo todo había cambiado. ¡El sol había salido!. Conduje despacio. El mar, a la derecha, se abría inmenso, calmo, como si recordara la tormenta de la mañana. Entonces, sin pensarlo, reduje la velocidad y sobre la marcha quité la capota.

Al llegar a Praiano, aparcamos en el hotel y salimos caminado calle arriba para llegar a un restaurante que estaba al principio de la calle lamado Il Gabbiano. Nos sentamos en una mesa en el interior, pues hacía calor. La comida, una vez más, fue un deleite. Después de comer regresamos al hotel.

Más tarde, cuando la luz se inclinaba haceia el oeste, salimos de nuevo hacia Positano. La carretera que siempre impresiona,  a esa hora parecía flotar sobre el mar. Al llegar a Positano ya era un susurro de luces. Paseamos por las callejuelas estrechas y empedaradas, llenas de escalones. Las tiendas abiertas, hasta media noche, iluminadas. Hicimos algunas compras. No teníamos hambre, solo sed, una necesidad de terminar el día con algo sencillo. Así que entramos  en una gelateria y pedimos dos granita al limone. Nos sentamos en un banco, y allí, con el cielo ya teñidoo de violeta terminó el día. Un día que comenzó gris, con un viaje frustrado y que  acabó lleno de luz.

DIA 19:

Como siempre nos despertamos pronto, a las 8. Un día precioso amanecido sobre la costa: el cielo completamente despejado, no como ayer, y un mar tranquilo que confirmaba que el veran estaba en su justo punto. Bajamos a desayunar, nos esperaba la misma mesa de siempre. Un desayuno estupendo que con las vistas de las que disfrutamos desde la ventana del comedor siempre es un lujo.

¿Que hacemos hoy? ¡Vamos a la playa! Así que a las 9:30 cogimos nuestro roadster y bajamos por las curvas de la costa hasta nuestra playa favorita Marina di Praia.

Llegamos sobre las 10 y la pequeña cala ya empezaba a llenarse de vida. Nos aciomodamos en nuestras hamacas con la yuda de nuestro “asistente” Carlo, no en valde eramos clientes “VIP”. Nos hizo gracia esta relación de “pertenencia”. Pasamos una mañana deliciosa y a la vez espectacular. El agua estaba má clara que nunca, con esos tonos turquesa que parecen pintados a mano. Entre baños y paseos transcurrió la mañana.

A eso de la 1:30, volvimos al restaurante de días pasados, ese que asoma sobre el mar. Nos reconocieron al instante, como si llevaramos toda la vida veraneando allí. Nos llevaron a nuestra mesa de siempre y dimos cuenta, una vez más espectacular. La verdad que las comidas en este viaje está siendo más que sobresaliente y con precios asequibles. Tras la comida regresamos al hotel.

Por la tarde, ya superado el estrés matinal nos arreglamos y salimos a pasear. Cenamos en un restaurante apenas a unos pasos del hotel. Era un local sencillo, con una pocas mesas, lamparas de mimbre, con vistas a la costa ya sumida en la penumbra. Se llamaba la Posteria.

Cenamos con tranquilidad. La carta consistía en cocina italiana fusión de la que se recuerda con una sonrisa días después. De esa que se saborea despacio. Para quitarse el sobrero literalmente. Y así terminó el día.



DIA 20:

Hoy es nuestro ultimo día. Nos levantamos pronto, pues no queremos perder ni un solo segundo.  Bajamos a desayunar y mientras disfrutabamos del momento reserve de nuevo una mesa para cenar en Il Pino, cerrando el círculo donde todo empezó.

Con la urgencia de quien quiere exprim ir cada instante, tomamos nuestro “pequeñin” y descendimos una vez más a Marina di Praia. Queríamos despedirnos.

Pasamos el día entre baños de sol, risas en la orilla y conversaciones suaves bajo la sombrilla. Paseamos antes de comer, por el acantilado que bordea Praiano, deteniendonos a mirar en silencio para retener en la memoria cada vista.  Comimos en nuestro restaurante de siempre. Ya no hay mucho más que contar sin repetirse.

Alrededor de las 4 volvimos al hotel, descansamos un rato y comenzamos a hacer el equipaje. Después salimos a pasear por, caminando despacio por las callejuelas que ya nos resultaban familiares. Llegamos hasta el mirador que está al comenzo de la Via Umberto l y nos sentamos en el banco de piedra desde donde el mar parce infinito. A los lados, buganvillas en flor, limoneros, y detras, las casas encaladas respirando historia. Estuvimos toda la tarde, charlando y repasando cada etapa del viaje. Hicimos planes para la próxima escapada.

Cuando comenzó a caer la noche, bajamos a cenar a Il Pino, donde nos esperaban. La cena, como siempre espectacular. Brindamos con un vino blanco local y regresamos al hotel, en silencio.

Aquí finalizó nuestro viaje que no fue tal, sino un encontrarse otra vez nosotros mismos.




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Título: Re:LA COSTA AMALFITANA EN MX5
Publicado por: Luis Aragón en Diciembre 04, 2025, 14:07:47
Vaya Manolo!!! Lo primero desearte una rápida y total recuperación, para seguir confraternizando en próximas conces.
Lo segundo, he leído tu denso y extenso relato, y curiosamente iniciásteis ruta justo dónde nosotros tuvimos que volvernos, por falta de tiempo.
Enganchamos la Vía  Aurelio, y sin prisa, sin pausa, sin horarios y sin planificación, llegamos hasta dónde nos dio el tiempo.
Este año tenemos pensado retomar en Génova, y bajar por las Cinque Terre, hasta dónde podamos.
Italia nunca defrauda. Nosotros lo haremos todo por tierra, que la bajada de España a Francia es espectacular.
Nos alegramos mucho de vuestro impresionante periplo.
Título: Re:LA COSTA AMALFITANA EN MX5
Publicado por: Tonipep en Diciembre 04, 2025, 15:43:54
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